El delito político y el proceso de paz

Las cosas en este proceso de paz deben ser dichas por su nombre, reconociendo sus límites.

El proceso de paz está en vilo. No por el secuestro del general Rubén Darío Álzate y sus compañeros de cautiverio o por los asesinatos de los indígenas nasas en Toribío (Cauca), sino por la propuesta de ampliación del delito político del negociador en La Habana, Humberto de la Calle, y del presidente Juan Manuel Santos.

En Colombia, el delito político se ha referido a las acciones que pretenden derrocar al Gobierno Nacional o suprimir o modificar el régimen constitucional. Estas acciones se han incorporado al Código Penal bajo la figura de la rebelión, la sedición o la asonada. La existencia de estas normas justificaría al Estado para indultar o amnistiar a las Farc, lo cual es pertinente frente a un proceso de paz.

Sin embargo, el asunto se complica cuando el negociador Humberto de la Calle y el presidente Juan Manuel Santos pretenden utilizar el ambiguo y etéreo Marco Jurídico para la Paz para ampliar el delito político, planteando conexidades con otros delitos. Esta postura busca que los miembros de las Farc no vayan a ser sancionados con penas de prisión. Los límites que tiene la ampliación del delito político son evidentes a nivel internacional por los tratados de derechos humanos suscritos y ratificados por Colombia y a nivel constitucional. En ese sentido, delitos que afecten los derechos humanos o el Derecho Internacional Humanitario no podrían ser vinculados a los delitos políticos porque el compromiso internacional que asumió el Estado va más allá de sus acuerdos internos. Sobre esto, la jurisprudencia internacional ha sido reiterativa; ni hablar del derecho comparado.

En este sentido, los delitos de lesa humanidad y guerra que se hayan cometido en el proceso tienen que implicar algún castigo. No puede utilizarse un artilugio jurídico para no sancionar a los responsables. Es cierto, como dijo el presidente Santos, que nuestro proceso será el primero, al amparo del Estatuto de Roma, que pretende resolverse por la vía del diálogo; pero no es cierto que, por ello, podamos pactar lo indecible.

En segundo término, los delitos comunes, como desaparición forzada de personas, narcotráfico, homicidio, torturas, extorsión, secuestros, desplazamientos forzados de población, entre otros, y delitos contra personas protegidas por el Derecho Internacional Humanitario, como la esclavitud sexual, los tratos inhumanos, crueles y degradantes en persona protegida, el reclutamiento de menores, por citar algunos, no pueden entrar dentro del paquete del ‘todo vale’ y constituirse en un pilar principal del acuerdo para ponerle punto final al conflicto. Esta postura traería un derrumbe institucional, en la medida en que el Código Penal entraría a jugar un rol esencial en la negociación en La Habana. Enviar un mensaje a la ciudadanía en torno a la idea de que los delitos comunes, que no tengan que ver directamente con la guerra, puedan ser vinculados a los delitos políticos reviviría lo acaecido con algunos narcotraficantes que quisieron ser vinculados a la desmovilización de los paramilitares en la década pasada, utilizando la Ley de Justicia y Paz.

El Gobierno tiene que decir la verdad en el debate si quiere una ley de punto final, de caducidad de la acción punitiva del Estado o una amnistía general por los crímenes que se han cometido en el conflicto. Es necesario que el Gobierno manifieste claramente su posición para que los ciudadanos no sigamos con eufemismos. La invitación a departir las mieles de este posible logro del actual gobierno puede resultar amarga y muy costosa para todos los colombianos.

Las cosas en este proceso de paz deben ser dichas por su nombre, reconociendo sus límites. Un acto de honestidad del Gobierno nos permitirá conocer si el proceso va por buen camino o, mejor, por cuál camino, antes de apresurarnos, a ciegas, al abismo.

PhD en Derecho Público de la Universidad de Nantes (Francia), historiador y profesor universitario.

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