El qué y el cómo de la paz

Al mismo tiempo que las encuestas arrojan datos que no se pueden ignorar sobre las expectativas de paz, el presidente da por descontada la refrendación popular de los acuerdos con las Farc.

Las encuestas de opinión siguen reflejando que la población colombiana concede espacios de esperanza para que el conflicto armado interno se resuelva mediante el diálogo y la negociación. Pero a su vez esa misma población, realista y escarmentada en su propia carne ante décadas de violencia y agresiones sin fin, considera improbable que se llegue a acuerdos con la guerrilla, pues la desconfianza y el recelo ante ella son absolutas.

Según el más reciente Gallup Poll, publicado ayer en este diario, el 58% de los encuestados considera que la mejor opción para solucionar el problema de la guerrilla en Colombia es insistir en los diálogos, en tanto el 36 % sigue prefiriendo el combate militar. Y a la pregunta de si está de acuerdo con las negociaciones con las Farc, el 62% responde afirmativamente.

A pesar de los anterior, solo el 45% de los encuestados cree posible llegar a una solución negociada con la guerrilla. La mayoría (52 %) no cree que se llegue a un acuerdo final. Y lo que es más significativo: bajo el supuesto, a efectos de proyección futura, de que hubiese acuerdos, la gran mayoría de consultados no considera que la guerrilla vaya a aportar mayor cosa en aspectos tan cruciales como la lucha contra el narcotráfico, la reparación a las víctimas, la distribución de la riqueza en el campo o la desaparición de la violencia por motivos ideológicos.

Todo esto tiene correspondencia lógica con la imagen negativa de las Farc: un casi unánime 93%, cifra constante desde por lo menos el año 2000. No podría ser de otra manera, atendiendo su tenebroso historial de desafueros.

De allí que causen desconcierto las declaraciones radiales del presidente Juan Manuel Santos esta semana, quien aseguró que no concibe que la población colombiana no refrende, mediante el voto popular, los eventuales acuerdos que firme su gobierno con la guerrilla en La Habana.

Desde el punto de vista de eficacia política del mensaje, de estrategia comunicativa, es esperable que el presidente no adelante escenarios de fracaso ni caiga en hipótesis adversas a lo que ha sido su principal apuesta.

Lo que genera desconcierto son los términos con los que el presidente impulsa el mecanismo de participación popular para refrendar los acuerdos de paz. El Jefe del Estado dijo que él conoce mejor que nadie al pueblo colombiano, y que por eso tiene la absoluta certeza de que “jamás diría que no a la paz”. Y es allí donde el uso de las palabras y el orden de los términos no es para nada inocente: el presidente trastoca el cómo (los acuerdos para iniciar el camino de una paz estable y duradera) con el qué (la paz misma).

Nadie, que sepamos, votaría nunca “no” a la paz. Pero sí es posible que muchos, incluso una mayoría, voten negativamente los acuerdos, o se abstengan de votar, si ellos no garantizan una paz con justicia, sin impunidad, con respeto a la dignidad de las víctimas y con compromisos serios y verificables de reparación y garantías de no repetición.

Ojalá no haya una grave equivocación política en esto, máxime cuando el presidente Santos no peca precisamente por ingenuo o por falto de informes y evidencias que le indican qué terreno pisa.

El liderazgo y capacidad comunicativa que se requieren para hacer aceptables los eventuales acuerdos de paz demandan una solidez mucho más grande que limitarse a decir que no se tiene opción distinta a “votar por la paz” al margen de cómo se pretenda llegar a ella.

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