¿Electores sin rumbo?

Estamos asistiendo a un fenómeno del siglo XXI que en América Latina es inquietante, pues pone en tela de juicio el papel de los partidos, dejando al elector a merced de cualquier aventura.

Nunca imaginé que la situación política de España empezara a parecerse a la nuestra. Pero así es. Acabo de comprobarlo en mi reciente visita a Madrid. Los escándalos de corrupción, acusaciones y réplicas salpican diariamente las páginas de los periódicos. Lo cierto es que tales escándalos van en detrimento de todo el panorama político. Se lo dicen a uno desde los choferes de taxi hasta los amigos más cercanos, y las encuestas lo confirman: el PSOE y el PP, los dos grandes partidos españoles, registran inquietantes bajas en las consultas de opinión.

A este fenómeno contribuye, desde luego, el gravísimo problema de haber alcanzado los seis millones de desempleados. De ellos el 50 por ciento son jóvenes menores de 30 años. La pobreza muestra hoy sus recientes penurias en la calle. Discretos transeúntes lo detienen a uno para pedir con vergüenza alguna ayuda.

En América Latina, el desencanto que produce la clase política no es nuevo. El constante y silencioso derrumbe de los partidos dio lugar a la intempestiva aparición de caudillos populistas como Chávez, Evo Morales, Correa y otros.

Tal deterioro político también existe en Colombia. Los antiguos partidos han perdido sus huestes tradicionales. El Congreso, único ámbito real donde se mueven, sigue siendo la institución colombiana peor calificada según las encuestas.

¿Fue siempre así? Claro que no. Nuestro Congreso tenía un prestigio continental. Electores liberales y conservadores acudían a las urnas con un entusiasmo heredado de sus abuelos. No esperaban dinero por su voto. Mi padre fue varias veces senador gracias solo al fervor de sus copartidarios en Boyacá. Sí, a estas pasiones no fue ajena la violencia política. Patricia, mi esposa, recuerda cómo el cura de Ortega, su pueblo, amenazaba a los liberales y cómo ella y sus hermanas debían esconderse en su finca. En mi caso, nunca he olvidado los refugiados liberales que llenaban la oficina de mi padre. De su lado, la familia campesina de Belisario Betancur era, según cuenta él, seriamente amenazada por los liberales de Yarumal.

Ciertamente, el Frente Nacional puso fin para siempre a la violencia partidista. Pero al desaparecer el viejo fervor por los partidos, el dinero acabó convirtiéndose en el gran elector. De muy poco valen hoy las ideas. Los gastos que implica una curul en el Senado o la Cámara se cubren con puestos o contratos. Es el germen de la corrupción. De ahí que el ciudadano común y corriente no se identifique para nada con los políticos.

Manejar semejante mundo requiere habilidad y astucia. Las que ha demostrado tener como buen jugador de póquer el presidente Santos. Gracias a la mermelada ofrecida por él, tiene en su mano a la clase política, así su formación no haya sido la de un manzanillo sino la de un tecnócrata.

No me extraña, sin embargo, que por distancia con el mundo político, el colombiano con que uno se topa todos los días ande buscando algo distinto. ¿Un uribista? No estoy seguro, pues temo que el enorme prestigio del expresidente no sea endosable. A falta de un partido realmente distinto y organizado por él, sus potenciales electores podrían dispersarse el próximo año en una piñata de insospechados candidatos.

El común de la gente con que uno habla, si bien respalda a Uribe, merodea todavía en torno a diversos nombres. No sólo el de un uribista, sino también figuras con aire de outsiders, llámense Navarro, Fajardo, Naranjo, Peñalosa, Clara López y vaya uno a saber quién más. Sin partidos fiables, cualquier cosa puede ocurrir. Incluso, que Santos salga reelegido.

Estamos asistiendo a un fenómeno del siglo XXI que en América Latina, y aun en Europa, es inquietante, pues pone en tela de juicio el papel de los partidos, dejando al elector a merced de cualquier aventura. Lo están temiendo también en España.

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