Fin de la bonanza petrolera

Ocupémonos del deterioro sustancial del precio del petróleo, artículo de exportación sobre el cual acabó descansando la economía colombiana.

En medio del caos del transporte colectivo en Bogotá y del espectáculo televisivo de las muchedumbres que buscan acceso a los vehículos en servicio, salta a la vista la apremiante necesidad de normalizarlo, prescindiendo de retos innecesarios. Tal el alza del valor de los pasajes en el número escaso de los que lo prestan.

En la relación con el público, debiera haber más consideración que unilateral y despectiva imposición de tarifas y reglamentos. Es cuestión de trato, de cortesía si se quiere, pero también de oportunidad para tomar medidas en el fondo lesivas de la sensibilidad de los ciudadanos. Conforme al adagio popular, “no está el palo para cucharas”, menos para desafiar a las gentes con vanos autoritarismos. A la mayor brevedad, hay que hallar la solución ecuánime que el presente conflicto demanda.

Dando por sentado que así será, ocupémonos del deterioro sustancial del precio del petróleo, de cien a ochenta dólares el barril, artículo de exportación sobre el cual acabó descansando la economía colombiana. No sin imponerle un proceso de revaluación monetaria, con sacrificio de otras ramas de exportación y, lo que es más grave, de sus niveles de empleo.

No bastó con la crisis de estrangulamiento exterior de los años sesenta del pasado siglo para advertir el riesgo de referir la bonanza o la normalidad de toda una nación a un solo producto dominante, como el café en antiguos tiempos. Frunciéndose de hombros ante el peligro de los fenómenos de desindustrialización y menoscabo de la competitividad interna y externa de la producción vernácula. Con grave perjuicio de las oportunidades de empleo.

Hasta ahora, la preocupación respecto del petróleo fue por el monto de su producción y de su disponibilidad para atender a las necesidades básicas nacionales. No tanto por sus elevadas cotizaciones, determinadas por los crecientes requerimientos de un mundo en proceso de industrialización, sino por la inquietud sobre la capacidad del país de abastecerse por sí mismo o de contar al menos con seguras alternativas externas.

Fue así como años atrás se intensificó la exploración en el territorio patrio y como se abrieron enigmáticas representaciones diplomáticas en varios sitios estratégicos del Oriente Próximo con abundancia de yacimientos petrolíferos. Prioritario y aun indispensable parecía contar con proveedores fiables y seguros si se daba la eventualidad del agotamiento de nuestras reservas de hidrocarburos. No se contemplaba, ni de lejos, la posibilidad de un auge minero-energético, con abundancia de productos de su naturaleza, como la que está tocando a su fin.

Mucho menos la posibilidad inmediata de un retroceso sustancial de la tasa de cambio, de un retorno a la devaluación. Impulsada como fue la propensión contraria tanto por la abundancia de los productos de dicho género como por el magnetismo de los capitales extranjeros especulativos. A los cuales se les dieron incentivos tributarios de excepción mientras a los nacionales de inversión se les imponían severas exacciones. Huelga decir que dichos contrastes e incentivos continúan vigentes, ahora más cuando se acrecienta la importancia de la disponibilidad de recursos de cambio exterior.

Tarde o temprano habría de llegar la necesidad de tocar a las puertas del crédito externo para atender a exigencias presupuestarias excepcionales. Con ese objeto se instituyó el mecanismo de los TES, títulos de crédito del Estado. Para utilizar sus fondos ahora mismo o al momento de enfrentarse a las necesidades aún imprecisas del posconflicto. No toda la carga de obligaciones fiscales podrá recaer sobre una generación. Especialmente ahora, cuando el país se encuentra de regreso irreversible de una bonanza, pasajera como todas.

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