Guardia rural, armas y ley

El debate no es solo la creación de una Guardia Rural. Es, ante todo, su composición, alcances y sometimiento a la ley. Esta vez, también las preguntas del procurador merecen respuesta.

Una respuesta aparentemente improvisada del presidente Juan Manuel Santos, esta semana en París, a la pregunta de un periodista, dio lugar al resurgimiento de un debate que en otras ocasiones ha pasado prácticamente desapercibido: la posibilidad de creación de una Guardia Rural en Colombia.

Propuestas similares ha habido antes. Recordamos la presentada al Congreso por el entonces senador Rafael Pardo, en 2005, que no prosperó al esgrimirse razones de inviabilidad fiscal.

Pero ahora el tema se cargó de intensidad política cuando, al responder si en dicha guardia tendrían cabida los reinsertados de la guerrilla luego del proceso de La Habana, el Jefe de Estado con calculada ambigüedad dijo que “no lo he pensado, pero tampoco lo descarto”.

No dejó de ser una enorme paradoja que el sitio escogido para abrir paso -así se haya querido rectificar después- a que personas que han estado alzadas en armas contra la República pasen a formar parte de sus cuerpos de seguridad, haya sido Francia, nación que siempre, pero sobre todo en las últimas semanas, tiene más que claros los límites entre la legitimidad de la autoridad basada en la legalidad democrática versus manifestaciones de criminalidad que de ninguna forma pueden ser convertidas luego en actos políticos de altruismo sobrevenido.

Ahora bien, es cierto que el presidente Santos no especificó los alcances de su idea. Aunque al decir que “no descarta” la integración de nuevas fuerzas del orden por desmovilizados de la guerrilla, directamente está abriendo una nueva línea de negociación en la mesa de La Habana. Cualquier cosa que “no descarte” el presidente, como Jefe de Estado, es un guante que se lanza a la contraparte, que de agilidad negociadora no anda escasa.

Hay que ponerle orden a ese debate y diferenciar las cosas. La propuesta de esa guardia no es de por sí mala, máxime si el postconflcito es tan inminente como lo anuncia el gobierno por todo el mundo.

Otra cosa es la presencia en sus filas de desmovilizados de la guerrilla. Hay que saber si el gobierno o el Congreso prevén que puedan tener armas en su poder. O qué competencias tendrán en las regiones en las que hagan presencia. Porque ahí se encontrarán con resistencias más que justificadas: morales, legales, de legitimidad de la Fuerza Pública. Salvo que dichos valores estén ya definitivamente finiquitados en estos ámbitos de pragmatismo absoluto como los que imponen ciertas concepciones según las cuales a “la paz” hay que llegar por cualquier vía.

Y de toda la discusión de esta semana resurgió entre el Presidente de la República y el Procurador General de la Nación la reivindicación de competencias que cada uno hace valer. El procurador Alejandro Ordóñez hace preguntas y formula objeciones de hondo calado, y el presidente Juan Manuel Santos vuelve a notificar que él es el “responsable supremo” de la política de paz.

Igual que en el mes de octubre de 2014, cuando se cruzaron cartas en ese mismo sentido, hay que insistir en lo que debería ser lógico en una democracia: como funcionario público, el Jefe del Estado tiene que ofrecer respuestas. Debe escuchar críticas y posiciones divergentes. Y, definitivamente, tiene que saber que hay límites no solo impuestos por la Constitución y la ley, sino por el interés de una sociedad que en su abrumadora mayoría no utiliza las balas para imponer sus puntos de vista.

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