Hablemos de ‘castrochavismo’

Hablemos de ‘castrochavismo’, aunque seguramente habré perdido un buen número de lectores desde el título, sólo por usar esa palabra. Para parte del país el término lo marca a uno como un guerrerista desalmado, enemigos de la paz, el progreso y el presidente. El argumento, que, curiosamente, difama al mandatario con el fin de defenderlo, va más o menos así: “¿A qué clase de idiota se le pasa por la cabeza que un rico como Juan Manuel Santos, un príncipe de la oligarquía bogotana, va a ser un ‘castrochavista’?”

Pero la pregunta no es si Santos es o no es castrochavista. Por supuesto que no lo es, por eso mismo ese argumento es tonto e inútil, una manera de esquivar la cuestión de fondo, la pregunta verdaderamente importante, que no tiene nada que ver con la personalidad del presidente. Y esa pregunta es: las decisiones del gobierno ¿nos acercan o nos alejan de las desastrosas políticas de nuestros vecinos?

No tengo la clarividencia (ni el espacio) para responderla aquí. Pero si uno mira a su alrededor encuentra signos preocupantes. La deriva asistencialista de este gobierno, por ejemplo, un rumbo que no va a corregir, menos ahora que ha aprendido, como Chávez, que es un método efectivo –y legal– de comprar votos. La minada voluntad de trabajo de muchos jóvenes, que prefieren vivir permanentemente con los beneficios que otorga el Sisbén a competir en el mercado laboral. La primacía de la imagen por encima de los resultados, reflejada en intolerancia a las críticas y en un elevado gasto publicitario. La eliminación de los contrapesos al poder ejecutivo, llevando a que magistrados, fiscal, contralor y, si los dejan, procurador, estén todos en el mismo bando. La imposición a toda costa de una cierta visión de país –representada en el proceso de paz– así medio país esté en contra, cuando lo que un demócrata debería hacer es dialogar con ese medio país para construir una visión compartida.

Aunado a lo anterior, lo que más preocupa es el descrédito de nuestros partidos e instituciones. Si quienes hoy detentan el poder no se dejan de tanta bellaquería, si no convencen al país de que les importa en algo su suerte, no tendrán chance contra un candidato carismático y populista –que bien podría salir de la guerrilla o de sectores afines a ella– que le hable duro y bonito a las masas hastiadas de los políticos. Y si piensan que los colombianos nunca elegiríamos a un demagogo dañino y pernicioso como Castro, Chávez, Maduro, Ortega o Cristina Fernández, ahí están tres administraciones bogotanas que demuestran lo contrario.

Quien observa la Colombia actual, con su moneda estable, sus ciudades que se ensanchan, sus supermercados bien abarrotados y sus tiendas de marcas extranjeras, concluirá que una catástrofe castrochavista es impensable en nuestra nación. Sí, y lo mismo pensaban los venezolanos en 1999. Esos procesos toman tiempo y, como el proverbial sapo en la olla caliente, uno no los nota hasta que ya es demasiado tarde. No digo yo que ya esté pasando, pero sí que más vale estar muy atentos. Como lo demuestran nuestros vecinos, que al mando vaya el príncipe Santos o algún maquinista más proletario, una vez la locomotora del populismo deja la estación es casi imposible detenerla.

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