La disidencia de las Farc

Colombia ha perdido suficientes oportunidades de acabar con esta cultura de sangre y violencia.

Los hechos de esta semana dejan absolutamente claro que la negociación no ha superado el punto de no retorno. Por el contrario, expresaron la fragilidad del momento actual y el riesgo real de fracaso. Mientras más se avanza, más intereses confluirán para sabotearlo, y es por eso por lo que me decanto por la hipótesis de que una importante disidencia dentro de las Farc ha decidido pasar de la oposición de palabra a la acción con la masacre de los soldados, fracturando de paso la confianza en el proceso.

El ataque no fue solo contra la tropa, sino contra el proceso de paz y sus avances más importantes en materia del desescalamiento de la violencia, que es la etapa más difícil de implementar en un conflicto tan antiguo y complejo como el colombiano.

La obstrucción violenta de un proceso generalmente viene de la mano de las facciones que más pierden con la paz, los señores de la guerra, los traficantes, los criminales. En Angola, en 1992, Jonas Savimbi, el jefe militar de Unita, se negó a aceptar los resultados de las elecciones organizadas por Naciones Unidas, y canceló de facto la negociación. Unas 300.000 personas murieron entre ese desenlace y el fin efectivo del conflicto. Tomará décadas antes de que el país consiga desactivar los millones de minas antipersonales sembradas en todo el territorio.

En el marco de las negociaciones de paz, Sudáfrica fue el escenario de lo que entonces parecía una guerra civil inminente. En 1991 se firmó un acuerdo preliminar, pero de enorme importancia para la negociación posterior, entre la ANC y el IFP. Aunque los líderes de ambos partidos alcanzaron un acuerdo, la violencia se incrementó exponencialmente, lo que impidió la desmovilización de los hombres. El acuerdo fue abandonado, lo que generó gran incertidumbre en la viabilidad de un proceso tan audaz como el que se alcanzó posteriormente.

En Ruanda, la monumental resistencia ejercida por múltiples facciones en guerra contra los acuerdos de Arusha de 1994 terminó con el derribamiento del avión del presidente Juvénal Habyarimana el 6 abril de este año, justo cuando regresaba de Tanzania, acompañado del presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira, en donde participaron en una reunión entre los líderes del África central y oriental para discutir formas efectivas de terminar con la violencia étnica en Burundi y Ruanda. Ese derribamiento marcó el inicio del genocidio en el que fueron asesinadas más de 800.000 personas.

El primer ministro de la India Rajiv Gandhi fue asesinado en Sriperumbudur el 21 mayo de 1991, mientras emprendía campaña con un candidato de su corriente política al Congreso, a manos de los Tigres Tamiles de Sri Lanka. El ataque suicida fue ordenado por el comandante militar de los Tamiles, el jefe Prabhakaran contra Gandhi, como retaliación por el envío de una Fuerza de Mantenimiento de la Paz India a Sri Lanka y por su participación en el intento de golpe militar en las Maldivas. El conflicto se prolongó por más de una década y media después de estos hechos.

Colombia ha perdido suficientes oportunidades de acabar con esta cultura de sangre y violencia, y no puede perder de vista sus propias lecciones. Parafraseando a Alfredo Molano, es hora de admitir que “el conflicto no se resolvió con napalm”. Un descarrilamiento de este proceso no solo echará por tierra cualquier opción de paz en mucho tiempo, sino que nos devolverá a ciclos de violencia de alta intensidad. Dependemos, entonces, de la audacia de las partes para agilizar el proceso, acortar los tiempos, renovar los compromisos, comunicar mejor los avances y controlar de una manera más efectiva a los saboteadores de todos los sectores, que, no me cabe duda, se harán sentir con más fuerza en los próximos meses.

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