La maldita primavera

El presidente Santos debería bajar de su torre y capotear personalmente la insatisfacción de la gente antes de que tanta indignación se le convierta en una primavera incendiaria.

Sorprende la pasividad con la que el Gobierno enfrenta situaciones como la de este paro agrario, cocinado durante semanas sin que aquel mostrara siquiera el menor interés en desactivarlo. Y, por más comprensivo que uno quiera ser, resulta insólito que el Gobierno permita que las Farc intenten desestabilizar el país al tiempo que se mantiene interlocución con ellas en La Habana. El mismo Gobierno lo admitió al decir que aceptar una mesa única para solucionar el paro sería como traer la mesa de negociaciones desde Cuba. Consentir ese juego a dos bandas no es sano para nadie; ya Santos debería haberse puesto serio y tomado acciones en vez de mostrarse imperturbable, como un convidado de piedra.

Mientras el Gobierno calla, el vicerrector de la Universidad Nacional, Diego Hernández, acusó a las Farc de promover el terrorismo en la sede de la universidad a pesar de que esta institución presta ‘apoyo técnico’ a los diálogos de paz, y advirtió que eso podría ponerle punto final a ese apoyo. No por ello es un enemigo de la paz, es que ni el fin más noble lo justifica todo.

Y no es que la gente no pueda protestar o no tenga razones para hacerlo. Si bien la infiltración de la guerrilla es patente, también lo es que hay un descontento creciente que debería prender las alarmas. El rector del Colegio de Estudios Superiores de Administración (Cesa), José Manuel Restrepo, advierte que la ola de paros podría golpear el crecimiento económico del país y, además, que “estamos al borde de la primavera colombiana”.

Sí, en realidad, los nubarrones se van tomando el país por varios costados. Y si bien las causas pueden ser disímiles, hay un aspecto en el que se va viendo un común denominador que puede terminar uniendo –en las protestas– a personas que no se parecen entre sí, como es el hecho, cada vez más evidente, de que Colombia es un país caro y de que los ciudadanos tienen la sensación de que los están ordeñando.

Desde hace años circula por correo electrónico un gracioso texto que trata de demostrar que los colombianos somos inmensamente ricos comparando el precio que se paga por rubros iguales aquí y en los Estados Unidos. El problema es que el chiste pierde gracia a medida que nos enteramos de que realmente pagamos más por casi todo, a pesar de que tenemos salarios muy inferiores a los de naciones avanzadas.

Nuestra gasolina es cara y también el gas. El kilovatio es carísimo, a pesar de que los aguaceros son gratis. Son caros los fertilizantes. Los medicamentos parecen un paseo millonario. Son caros los intereses de los préstamos y, en general, los servicios bancarios. Es cara la telefonía celular, y eso que ha disminuido ostensiblemente. Son caros los peajes y la logística de carga, tanto que a Sofasa traer un contenedor de Hamburgo a Cartagena le cuesta 981 dólares y de Cartagena a Envigado, 1.600 dólares. Hasta la mano de obra es carísima; floricultores colombianos se marcharon a Kenia, donde el salario mínimo es 72 por ciento más barato que aquí. Y es caro, muy caro, el maldito peso revaluado. También el cemento es caro y caro es el Estado ineficiente que nos cuesta un ojo de la cara mantener. Y podríamos seguir.

Tal vez por esas distorsiones es que la industria cayó 5,5 por ciento en junio, con la ayuda de un panorama gris que presagia lo que serán los diez años de transición a la paz. El presidente Santos debería bajar de su torre y capotear personalmente la insatisfacción de la gente antes de que tanta indignación se le convierta en una primavera incendiaria.

Entre el tintero… ¿Será que la Corte Constitucional admite reformar una prohibición expresa de la Carta (artículo 104) por medio de una ley estatutaria?

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