La pereza de pensar

Nuestras violencias son más antiguas de lo que suponen nuestros intelectuales de izquierda convertidos en relacionistas de las guerrillas.

Es una vieja canción de inmensa monotonía la que cantan los gansos de la siniestra orilla: un rancio bambuco. Que la violencia colombiana tuvo origen en una problemática posesión de la tierra y en una injusta repartición de la riqueza. Y que todo se agravó con el Frente Nacional, que amordazó la protesta contra las inequidades y capturó el Estado, convirtiéndolo en guarida de corruptos. Y el coro repite: que todo empezó con la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Y que Gaitán engendró a ‘Marañas’ y este engendró a ‘Tirofijo’. Pura aritmética de pobres aperezados. A veces se le añade a la perorata una mención a las cargas de café cosechadas en 1938. Y otra sobre la declinación del cultivo del tabaco. Para darle un barniz académico al sonsonete.

Pensar es ser capaz de hacerse ambiguo. Y es mejor multiplicar los problemas que reducirnos a una fantasía. En últimas, la cosa tiene una finalidad: justificar a los guerrilleros del trasnochado marxismo criollo, exculpándolos de sus horribles pecados de inhumanidad y del desastre moral en que cayeron. El único culpable es el establecimiento. El horror fue determinado por las élites.

Así, los justificadores de la guerrillerada, que tutean con tanto cariño a ‘Timo’, resultan más malos que buenos amigos de sus admirados pistoleros, pues los privan de la posibilidad de asumir virilmente la verdad de sus sosas vidas, derrochadas en el error de creer que haciendo sufrir a los demás se salva el mundo; y los exoneran de enfrentar el remordimiento por haber reducido a los seres humanos a simples categorías económicas y a veces a la condición de los piojos, como hizo Raskolnikov, el de Dostoievski, con la vieja prestamista. Raskolnikov tuvo el valor de aceptar su miseria y la falta de imaginación que, según Borges, conduce a la crueldad. O en todo caso dudó de sí mismo y aceptó su castigo para recuperar su honor.

En Colombia, la violencia no puede ser justificada. El país, imperfecto y todo, no merecía el castigo asiático al que fue sometido cincuenta años por una horda imperfectamente educada que saltó del catecismo de Astete al materialismo leninista. Todo fue otra locura en la cadena de insensateces que llamamos nuestra memoria histórica, ese invento de gentes que repiten memes, obnubiladas por la autocompasión. Y la fidelidad al romanticismo, que paró en Latinoamérica en machismo-leninismo.

Nuestras violencias son más antiguas de lo que suponen nuestros intelectuales de izquierda convertidos en relacionistas de las guerrillas. Y manan de antiguos misticismos que después de transfigurarse en la religión del radicalismo comecuras derivó en el proyecto marxiano que fue la última trampa de la utopía del amor por los pobres. 

Mucho antes de que llegaran los hombres del hierro de España, aquí nos matábamos con una sevicia aterradora de visos sagrados. Y después vinieron Bolívar y Mosquera con sus zafarranchos de masón. Si la tenencia de la tierra fuera el problema, estaríamos salvados porque bastaría correr unos alambrados. Pero no es fácil inventar una convivencia basada en un propósito de vida diciéndose mentiras, amasando conjeturas. Más vale contar con la genética. Con algún desarreglo en las conexiones de la amígdala, con el álgebra de las emociones de Spinoza y Pascal y con la educación que recibimos. Bobo adiestramiento para la beatería del patriotismo. En un país que solo encuentra militares para adornar sus plazas. Ahora aspiran a levantar un monumento a ‘Tirofijo’ en Nueva York. Qué pobreza de miras.

Aquí jamás hubo pueblos alzados: solo pobres cogidos en la leva por señoritos de las cabeceras municipales. Obligados a matar al son de himnos vacíos que hacen derramar lágrimas a los sentimentales, bajo unas flácidas banderas con cándido alborozo. Raskolnikov se sintió más libre y fuerte cuando reconoció su crimen.

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