Nuestra reforma pikettiana

En materia tributaria la palabra de este gobierno ha sido confusa y contradictoria. Por un lado nos dice que el acuerdo con la guerrilla nos va a aportar el “dividendo de la paz”, ya que las sumas que hoy se pierden por el conflicto nos van a hacer crecer no sé cuántos puntos del PIB y al desmontar el aparato militar nos van a sobrar billones para invertir en educación y causas sociales.  Pero por otro lado nos dice que vamos a tener que meternos la mano al bolsillo para “financiar la paz”, lo que indica que ni el mismo Gobierno se cree el cuento del dividendo. Por un lado nos dice que somos uno de los países con mejores perspectivas en América Latina, y que estamos pasando por una era de crecimiento económico y prosperidad sin precedentes. Eso por sí sólo debería aumentar los recaudos del Estado, y lo ha hecho. Pero por otro lado nos dice que al país no le cuadran las cuentas y que para que le cuadren es necesario extender el cuatro por mil y el impuesto al patrimonio cuatro años más (al cabo de los cuales lo volverán a prorrogar, no nos quepa duda), aumentar la tarifa de este último en 50% y muy seguramente, aunque eso aún no lo han dicho, subir la tarifa del IVA.

Estas medidas, por supuesto, minan la ya deficiente competitividad de las empresas colombianas, que enfrentan una de las tasas contributivas más altas del mundo: de cada 100 pesos que producen le entregan 74 al Estado. El impuesto al patrimonio es particularmente perverso, ya que se cobra haya o no utilidades, empeorando la situación de las personas o empresas que tengan patrimonios ilíquidos y poco rentables (una finca, por ejemplo), cuyas inversiones sean de largo plazo o que estén pasando por dificultades. Se trata, además, de un caso claro de doble tributación, ya que esos patrimonios son producto de rentas o salarios anteriores que fueron gravados en su momento. Y en el mediano plazo conduce a menos inversión, menos empleo, más informalidad y más evasión, de modo que no es cierto, como pretende el Gobierno, que este aumento afecte sólo a “los ricos”; al final termina por afectarnos a todos.

Si al menos ese dinero se invirtiera en mejorar las condiciones para las empresas del país, se pagaría con gusto. Pero no: el gobierno lo gasta en programas asistencialistas que son enemigos de la competitividad; o lo gasta en publicidad –dos billones de pesos en los últimos meses, estiman algunos: una salvajada– para convencernos de que todo va bien; o lo reparte pródigamente bajo partidas presupuestales que son el botín de la corrupción regional, la llamada ‘mermelada’ con la que se compró la reelección. Para no hablar, por billonésima vez, de lo que nos roban de frente, sin asco, por vía de contratos amañados, carruseles de pensiones, sustracción de regalías y demás triquiñuelas en las que nuestros políticos son expertos. El Estado colombiano no tiene legitimidad para exigirle –a nadie– ni un peso más.

Como Thomas Piketty, el gurú económico del momento, ha propuesto un impuesto mundial a la riqueza para reducir la inequidad, este aumento lo van a justificar alegando, como me dijo sarcásticamente un amigo economista, que “es la reforma que hace feliz a Piketty”. Sí, y que venga Piketty a hacer empresa en Colombia a ver cómo le va.

@tways / ca@thierryw.net

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