Otra mala reforma tributaria

Los gobiernos Santos han hecho aprobar dos reformas tributarias que tienen en común el no haber tocado a los hombres más ricos del país.

La primera quitó exenciones injustas y antitécnicas a favor del sector minero y las zonas francas (incluyendo la de Tomás y Jerónimo), legados de la administración Uribe, pero fue insuficiente para recaudar los ingresos requeridos para cerrar el déficit fiscal.

La segunda reforma simplificó el régimen del IVA, reduciendo algunos gravámenes, como a los restaurantes, que benefició en especial a los que acuden a los más exclusivos, quitó parafiscales contra la nómina en forma parcial, que parece haber tenido algún efecto en disminuir el desempleo y la informalidad, pero arremetió contra la clase media, a la que puso a declarar renta sin ton ni son y a pagar bastante más de lo que venía haciendo.

Colombia es uno de los países que menos recurren a la tributación general para sufragar la seguridad social en el mundo, recargando la nómina de manera abrumadora y contraproducente, lo cual no sólo fomenta la informalidad, pues recae pesadamente sobre los empleadores (30% de la nómina), pero además sobre los ingresos de los trabajadores formales que destinan 8% de estos a salud y pensión. Si en verdad se quiere hacer una redistribución del ingreso, que siempre ha estado muy concentrado en la sociedad colombiana, la mejor manera es recurrir al impuesto a la renta que deben pagar los más ricos para financiar una proporción mayor de la seguridad social.

La bonanza petrolera permitió que no se aumentaran los impuestos al ritmo que lo hacían los gastos del Gobierno, pero tres eventos comprometen esta fuente de recursos: la producción de Ecopetrol se estancó, las Farc y el Eln han atacado la producción y el transporte del crudo y el precio del barril del petróleo se metió por debajo de los US$100 por barril. La producción de gas y petróleo de esquisto en Estados Unidos y Canadá está produciendo un aumento cada vez mayor de la producción global que hará reducir los precios internacionales del crudo aún más.

La tercera reforma que anuncia el ministro de Hacienda revive un tributo que hizo aprobar Álvaro Uribe para financiar la guerra, el impuesto al patrimonio que recae sobre las empresas, aunque también toca la riqueza de los que no subvalúan su patrimonio (nunca ha tocado a los terratenientes), y es poco técnico. Se mantiene el impuesto a las transacciones financieras que desbancariza y favorece el uso del efectivo, contribuyendo a que se evadan más impuestos de los que recauda.

Lo peor es que no se trata de fuentes adicionales de recursos y, por lo tanto, no contrarrestarán el déficit fiscal de 2% del PIB que se agravará con la merma en la renta petrolera, mientras que la venta de Isagén tuvo que ser aplazada y no hay plata tampoco para carreteras. Ahora emergen los gastos de atención de las víctimas del conflicto, la recuperación de la tierra despojada, la inversión en el agro y enfrentar una posible desmovilización de miles de combatientes de la insurgencia, para los cuales no queda ni el raspado de la olla.

Existe la alternativa de gravar los dividendos de los dueños de empresas y bancos que puede representar una buena fuente de recursos para el fisco. Pero la gran cercanía del hombre más rico del país al Gobierno, su incapacidad de deslindarse de su predecesor y un ministro de Hacienda muy conservador auguran que optará por la senda regresiva y la penuria fiscal.

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