Vientos de revolcón

Las altas cortes padecen un cúmulo de males que es urgente subsanar. Un daño irreversible pondría a caminar por la cuerda floja al Estado de derecho.

Entre los desafíos que le esperan a quien los colombianos elijan para tomar las riendas del país los próximos cuatro años hay uno que debe ser prioritario: revertir el progresivo y alarmante desprestigio de la justicia.

Ya varios observadores han puesto el dedo en la llaga al describir la dramática situación en que hoy se encuentran, en particular, nuestras altas cortes. A decir verdad, estas padecen un cúmulo de males, entre los que sobresalen la desidia, la falta de compromiso, la lentitud de los fallos y el consabido apetito burocrático, sin dejar de lado el clientelismo, cuando no el nepotismo.

Se podría decir que el declive comenzó hace cerca de tres décadas. Como lo recordaba recientemente Daniel Samper Pizano, a partir del infortunado episodio del Palacio de Justicia el país perdió una generación de juristas y humanistas brillante. Veníamos de las nefandas épocas de la violencia, cuando los magistrados y jueces se alinearon en las causas partidistas. Por eso, el plebiscito de 1957 –mayor expresión de participación popular en nuestra historia– cambió el sistema de elección y eliminó toda interferencia política en la integración del Poder Judicial.

Para dar ese salto fue preciso que se les revocara en la práctica el mandato a los magistrados de entonces, muchos de ellos anuentes con la dictadura rojista. Años después, y con la mejor de las intenciones, como suele ocurrir, la Constitución de 1991 introdujo, por la puerta de atrás, el diablillo de la politiquería –con todas sus consecuencias– en las altas cortes, no solamente al modificar la cooptación, que produjo buenos resultados, sino al asignarles a sus integrantes toda clase de funciones electorales, que los han distraído de su tarea natural de administrar justicia.

Prueba de todo lo anterior es que meses, y a veces hasta años, demora la Corte o el Consejo de Estado en reemplazar a uno de sus miembros, mientras se ponen de acuerdo, como en cualquier corporación política, las distintas fuerzas que integran lo que el propio Samper llama el “seudopartido de los jueces”. Ya ha hecho carrera la tendencia a nombrar como titulares a los auxiliares de los magistrados. Y lo que nos faltaba: magistrados con cuotas en la Procuraduría, en la Contraloría, en la Auditoría, en la Fiscalía y hasta en el propio Gobierno. Nadie hubiese imaginado a Antonio Rocha, Ricardo Hinestrosa o Darío Echandía en semejantes menesteres.

Para colmo, las cortes reciben a candidatos con patrocinador propio, casi siempre atravesados por el clientelismo. Podrían dar una muestra de independencia real escogiendo entre los aspirantes a los mejores y no a los que ya se dan como seguros gracias al intercambio de favores. Este nefasto trueque entre congresistas y magistrados fue lo que dio al traste con la reforma de la justicia hace año y medio.

Ante tan preocupante estado de cosas, urge, en primera instancia y como ya lo ha dicho el Ministro de Justicia, sustraer a los togados de toda esa clase de ajetreos electorales. Pero bien se podría ir más allá: si en el futuro inmediato no asoma un propósito serio de enmienda, lo siguiente sería allanar el camino, siempre dentro del marco constitucional, para revocar el mandato de todos los integrantes de las altas cortes para hacer borrón y cuenta nueva, como en 1957.

Es la columna vertebral de la democracia la que hoy muestra preocupantes síntomas. Un daño irreversible, escenario que hay que evitar, pondría a caminar por la cuerda floja al Estado de derecho.

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